LA MUDANZA


La escalera olía a orines. A pesar de la bombilla sucia y rala, que proyectaba una luz exigua, los desconchones de la pared eran visibles y descorazonadores. No había ascensor. Tuve que subir a pie hasta el cuarto piso. Y al olor a excrementos fueron sumándose otros en cada planta hasta completar un hedor de pucheros, de humedad, de miseria.

Dudé antes de llamar. El sitio no encajaba con lo exótico del anuncio que me había llevado hasta allí. Volví a leer el texto:

Vendo crisálida. Sólo para coleccionistas.
Envoltura de crisálida de mariposa. Vacía. Muy delicada. En buen estado. Colores preciosos, textura exquisita. Posibilidades decorativas o prácticas. Joya de colección. Muy inusual y rara.

No había timbre. Golpeé la puerta con los nudillos. Pasaron unos segundos antes de que un rostro de mujer se asomara, cauteloso, por la puerta entreabierta. Tenía un ojo amoratado. Sonreía.
-¿Sí?
-Vengo por lo del anuncio. La crisálida… -esgrimía frente a mí el trozo de periódico, torpemente, como acreditando mis palabras.
-Ah –con voz dulce-. Claro.
Abrió la puerta un poco más, se movió a un lado y apareció de nuevo, dejándome atónito.
-Es ésta. ¿Tiene dónde transportarla? Verá, me mudo y hay cosas que ya no necesito. Esto es algo de lo que quiero deshacerme –sonrió y, sin esperar respuesta, me tendió aquella cápsula enorme, tan alta como yo mismo. De pronto me vi sujetando un capullo de seda descomunal, de apariencia alarmantemente frágil a pesar de su tamaño. Con un guiño me despidió, sin aceptar ninguna oferta por mi parte, aduciendo que yo le parecía la persona adecuada.

Fue durante un instante casi infinitesimal. Se movió para cerrar la puerta y vi, prendidos de su espalda, reflejos fugaces de luz y transparencias apenas desplegándose en mitad de la penumbra.

Luisa María García Velasco

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